miércoles, 8 de abril de 2015

La leyenda de José María El Tempranillo (Raíces Literarias)


La leyenda de José María El Tempranillo (Raíces Literarias)


Antonio Cruz Casado




Sólo se anima [...] si alguien cuenta



la hazaña de un gallardo bandolero.1



Antonio Machado                




En una narración poco conocida del escritor cordobés Antonio Porras2 (1886-1970), oriundo de Pozoblanco, titulada Bandolerismo andaluz e incluida al final de su colección de novelas El misterioso asesino de Potestad (c. 1923), asistimos a un episodio de robo fallido. Un pobre bandolero, que no tiene dinero ni para munición, intenta asaltar a un viandante para robarle su hermosa mula roja. El lance se desarrolla con todos los rasgos específicos de un atraco nocturno: el viajero camina en la noche, portando su escopeta y a lomos de su mula, el bandolero le echa el alto, le quita la escopeta con habilidad y le indica que se baje de la cabalgadura; pero Felipón, que así se llama el propietario de la bestia, no hace caso, porque sabe que su propia escopeta, con la que es amenazado, no está cargada, y, aunque el forajido dispara, sólo se oyen dos gatillazos que provocan la risa del personaje atracado. Quizás en el fondo del relato haya cierta intención social: la acción se sitúa en parajes que recuerdan los del norte de la provincia de Córdoba, donde hay mineros que malviven y cazadores que no cobran ninguna pieza, y también bandoleros que se echan al camino, sin los pertrechos necesarios para ejercer su tradicional oficio.

En la parte final del relato se indica lo siguiente: «Felipón montó en su mula. Dio un cigarro al bandolero, en pago de la risa que le proporcionó en definitiva. Y como al trasponer volviese la cabeza y viera al forajido que continuaba en la vereda, inmóvil y pensativo, le gritó:

-¡Salud, heredero de José María!

Y a la magia del nombre, miró seriamente, con dejillo de admiración al que quedaba en la senda; y se decía mientras se alejaba:
¡Ese tío es más valiente que un jabato! ¡Mira tú que salir a jugarse la vida con la caña güera!»3. Se refiere el personaje, mediante la expresión la «caña güera», a que su escopeta carece de la necesaria provisión de municiones.

Pero, retengamos algún dato de este fragmento: Felipón le dice «heredero de José María», y se habla a continuación de la «magia del nombre» pronunciado y de cierto deje de admiración que le causa lo que esta designación evoca.

En un contexto de bandolerismo andaluz no es preciso decir más que el nombre propio citado para asociarlo inmediatamente con el del Tempranillo, por lo que el personaje se convierte en el bandolero que reúne todas las características específicas por antonomasia, mediante el recurso a esta conocida figura retórica, de tal manera que decir José María es como mencionar el bandolero andaluz por excelencia. Pero además se dice que tal nombre desprende cierta magia y lleva también consigo alguna carga de admiración, lo que en el fondo equivale a indicar que el bandolero tiene aún muchos admiradores y se ha convertido prácticamente en un personaje de leyenda.

Algo de esto se transparenta también en las primeras páginas de un guión cinematográfico inédito, de mediados de los años cuarenta, que nos parece no llegó a rodarse y que como texto codificado ofrece rasgos de obra literaria4. Según los autores del guión, tras los títulos de crédito aparece el fragmento introductorio siguiente: «En el año de 1818, en el corazón de Sierra Morena, reinando en España Fernando VII, se vio Andalucía asolada por el bandolerismo, pero, más aún, por los que agrupados en sectas secretas, dirigían los asaltos a mano armada en los caminos y carreteras, imponiendo contribuciones y tributos a los labradores y cortijeros. Hubo entonces un hombre, José María el Tempranillo, que atacó valientemente a la terrible plaga, haciéndola desaparecer y convirtiéndose en un héroe de leyenda». Aparte de las inexactitudes de presentar al bandolero como justiciero popular, en lucha anacrónica con la Mano Negra5, tal como luego se constata en el guión, nos parece significativo el carácter heroico y legendario con el que se nos presenta el personaje ya desde esta indicación inicial.

No parece necesario aducir más ejemplos encomiásticos al respecto, puesto que de la popularidad del Tempranillo dan fe incluso algunos cantares flamencos, bastante divulgados, como sucede con el conocido cante de «serranas»:


      Por la Sierra Morena


va una partía;


ar capitán le yaman


José María.


      Sus compañeros


Frasquito er de la Torre,


Juan Cabayero6.


A este poemilla tan significativo, puede añadirse algún otro, también tomado de la tradición oral, aunque menos divulgado, en el que se indica lo siguiente:


       José María se llama


el rey de los bandoleros;


por el camino de Ronda


sus pasos vienen siguiendo.


      Camino de Ronda


lo vienen a ver


las primeras luces


del amanecer7.


Sentado, pues, el carácter más o menos legendario y mítico que va adquiriendo José María el Tempranillo a lo largo del siglo XIX, y convertido ya en vida en el prototipo del bandolero romántico andaluz de rasgos positivos, gracias a los escritos y a los grabados de artistas franceses e ingleses, todos ellos contemporáneos del personaje real8, intentemos esbozar el panorama de las aportaciones literarias propiamente hispánicas, que son las que va a conocer de forma predominante el público español y las que configuran la imagen que se tiene del Tempranillo. En otros medios culturales extranjeros, sobre todo en el que conforman los viajeros románticos por España, la figura del bandido sigue llamando la atención, como se constata en alguna crónica de viajes, ya en la segunda mitad del mencionado siglo. En este sentido, se puede mencionar a la viajera francesa Madame de Gasparin, que publica su crónica de un viaje por Andalucía en 1886, la cual, puesto que no puede contar ninguna experiencia personal en el atractivo mundo de los bandoleros, recuerda la historia de José María, a la que dedica nada menos que cinco páginas de su obra. Allí señala, en la línea de Merimée, que el bandolero era un hombre joven y cultivado, de modales caballerescos y cortesía exquisita; que no asesinaba, sino que luchaba; que rogaba cortésmente a los viajeros que se desprendieran de sus joyas y dinero; que distribuía el producto de sus robos; que el gobierno cansado de perseguirlo, sin llegar jamás a detenerlo, le dio la amnistía, y que finalmente una noche reconoció entre los salteadores de un caballero a su lugarteniente de antaño, al que exhortó a cambiar de vida, pero que el cobarde no le hizo caso y le destrozó la cabeza de un pistoletazo9.

Estos datos parecen más o menos históricos, o resultan admitidos como tales a partir de Prosper Merimée10, como ya señalamos en otro lugar.

Ahora bien, ¿cómo se divulga la imagen de este bandolero en nuestros textos literarios? Al respecto, hay que tener en cuenta que, junto a la obra escrita, existe también la vertiente oral de la leyenda, algo difícil de documentar, salvo mediante una amplia recogida de materiales in situ, a la manera de una labor folklórica de campo. De una manera genérica, sin ocuparnos en esta ocasión de los libros de historia (o presuntamente históricos), que son lectura de gente preparada y letrada, en los que habitualmente no se considera al bandolero un personaje legendario sino como objeto de estudio, investigación o curiosidad, podemos señalar algunos hitos que van a ir configurando la figura mítica del bandolero, entre los que se encuentran un poema del cordobés Luis Maraver, acerca de un bandido innominado, en el que se reflejan rasgos de la conocida «Canción del Pirata», de Espronceda, fechado en 1845; la obra de teatro José María, de Enrique Zumel, que se había estrenado en Cádiz ya para 1858, año en que se edita en Málaga, y que al menos tiene otra reedición en 1902; la pequeña serie de composiciones titulada «José María», incluida en el libro de José de Olona, Recuerdos de Andalucía, editado en 1861, y especialmente las amplísimas novelas de Manuel Fernández y González, El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María (Madrid, 1871-1874) y José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo (Madrid, 1886), que tanto éxito y tantas reediciones tuvieron a lo largo del siglo XIX e incluso en la primera mitad del XX, a lo que hay que añadir otras muchas narraciones, más bien breves, algunas de ellas anónimas, en las que el bandolero figura como personaje, entre las que están José María o el rayo de Andalucía (1911), de Álvaro Carrillo, José María el Tempranillo (1931), de Antonio Oller Bertrán, u otra del mismo título de Julián Caballero (1969), entre varias más. También, de alguna manera, la personalidad del Tempranillo informa las actuaciones del protagonista masculino de La duquesa de Benamejí (1932), de Antonio y Manuel Machado, llamado Lorenzo Gallardo, como hemos estudiado en otra ocasión11, relación amorosa entre la duquesa y el bandido que ya estaba prefigurada en una novelita erótica, La marquesa y el bandolero (1915), de Antonio de Hoyos y Vinent12. Más cercano a nosotros es el texto de Antonio Gala, José María El Tempranillo, que sirvió de guión para un episodio de una serie televisiva y se editó no hace mucho tiempo (1984). Incluso en la actualidad aparecen libros más o menos interesantes y conseguidos sobre el bandolero de Jauja13.

En este panorama incompleto esbozado, no todas las obras tienen el mismo valor en la formación y transmisión de la leyenda de José María; seguramente las más relevantes, incluso en lo que respecta al interés literario o sociológico, son las aportaciones de Olona, Zumel y, sobre todo, Fernández y González. Casi todas las demás pertenecen al mundo de lo subliterario, sin que haya que menospreciar en exceso, y en esta ocasión, estas obritas de escasísimo interés artístico, puesto que también divulgaron personajes y situaciones del mundo bandoleril. En consecuencia, diremos algo sobre las que nos resultan más significativas.

Aun cuando las aportaciones del escritor Luis Maraver y Alfaro (Fuenteovejuna, ?-1886) se inscriban en el terreno de la historia cordobesa14, hemos localizado en un periódico de 1845 una composición suya, de claro aire romántico y heredera de Espronceda, en la que aparece una alabanza al jefe de los bandoleros que es el soberano del valle en lucha constante con los guardias civiles y carabineros15. Sin que se mencione el nombre de José María, que había muerto algo más de una década antes, nos parece que su sombra planea sobre esta canción, titulada «El bandolero». Curiosamente, un viajero francés, el Barón Davillier, que recorre España antes de 1874 (fecha de edición de su libro de viajes), compra en Carmona una versión de este texto16, junto con otros pliegos que tratan de la vida de Diego Corrientes, Los siete niños de Écija y otros bandoleros célebres.

He aquí la segunda estrofa del poema:


De todos soy respetado


cual si fuese un soberano,


nadie se atreve en el llano


mi capricho a contrariar.


Que vengan guardias civiles,


que vengan carabineros,


mis trabucos naranjeros


los harán escarmentar,


y no querrán más ensayo,


¡a caballo!


trabucazo y a cargar.


Los poemas del malagueño17 José de Olona, aunque editados en Barcelona en 1861, están compuestos unos diez años antes, en 1852, si creemos la indicación del propio autor en el subtítulo de su obra, Recuerdos de Andalucía. Costumbres, tipos, trajes. Romances. Tal como señala Caro Baroja, este escritor, nacido hacia 1830, recuerda desde París una serie de aspectos característicos de su tierra natal, entre los que se incluyen una tarde de toros, la perchelera, el charrán de Málaga, el calesero el contrabandista y también el bandolero José María. La composición que dedica a este último está dividida en cuatro partes, tituladas respectivamente «José María», «La ermita», «El robo» y «La despedida». Se trata de cuatro romances, no siempre regulares, alguno de ellos con abundante diálogo, en los que esboza ciertos episodios de la historia del bandolero de Jauja, al que hace oriundo de Estepa, tal como puede verse en su comienzo:


Nació en el pueblo de Estepa


el ladrón José-María,


hijo de padres labriegos


que honradamente vivían.


Apenas fue mozo el niño,


ya el mozo se distinguía,


más que por lo que él valiera,


por el valor que tenía.


Taciturno, melancólico,


de pura raza morisca,


era José enamorado,


generoso... y sin codicia


(pp. 57-58).                


Más tarde se dedica al contrabando y, tras un encuentro con la justicia, en el que asesina a un hombre, se hace bandolero18. En la ermita han encontrado la partida de bandoleros su refugio seguro y desde allí planean sus robos. Uno de ellos tiene como objetivo una diligencia, cargada de pasajeros y con un buen botín: cuatro mil duros, la dote de una muchacha que viaja en el coche. Claro que José María, haciendo gala de su proverbial generosidad, le deja el dinero y pondrá el equivalente de su propio bolsillo, con el fin de contentar a sus compañeros de fechorías. El personaje aparece aquí investido de una gran autoridad, respetado por todos los suyos, y con una forma de expresión claramente andaluza. Así habla en el asalto a la diligencia:


      -¡Chito!


...jentusa! y nenguno diga


más de lo que yo le mande.


Descomensar la requisa


del coche, y a esos dos niños


no ponerles un deo ensima.


(p. 70).                


Finalmente Olona concluye:


José se torna a los suyos,


que descontentos le miran,


y exclama: «-Cuatro mil duros


tengo pa ustés en la ermita.


Conque así, menos josico,


... y a galope, ¡malas tripas!


(pp. 73-74).                


En «La despedida» se incluye un monólogo de José María despidiéndose de los campos y de los árboles que le sirvieron de refugio en sus correrías (que recuerda algo a la despedida de Juana de Arco de su tierra natal, en el drama de Schiller del mismo título19), porque el rey Fernando VII lo ha indultado. El tono de esta parte es decididamente romántico20:


¡Adiós, campiña de arbaca!


¡Adiós, montes de tomiyo!


¡Consuelo de mi existensia,


de mis hasañas testigos!


Para siempre os abandono


de mi vida arrepentido...


Mas, ¡ay, que al dejaros cresen


del corasón los latidos!


¡No temáis que mi memoria


pueda echaros en olvido!...


¡Y si aún yo fuera ladrón


hoy os llevara conmigo!


Pero el rey Fernando Sétimo


me indulta de mis delitos,


y fuera, prendas, robaros,


serle desagradecido.


(pp. 75-76).                


Más tarde añade:


De esta vida me separo,


¡tan sembrada de peligros!,


¡y hombre vuelve a las siudades


quien fue lobo de caminos!


De todo el mal que he causado,


hoy me arrepiento, ¡Dios mío!


¡Y espero que al fin consedas


perdón al arrepentido!


(p. 76).                


Una forma parecida de expresión andaluza se constata en la larga obra teatral de Enrique Zumel titulada José María. Drama de costumbres andaluzas, que se había representado «con un éxito brillante -según indica la edición- en el Teatro del Circo de Cádiz»21, antes de 1858. Poco sabemos del malagueño Enrique Zumel (1822-1897), al que se ha dedicado algún estudio bibliográfico22, insistiendo especialmente en sus comedias de magia. Pero Zumel tiene también piezas de bandoleros, como Diego Corrientes, o el bandido generoso (1855), La gratitud de un bandido (1856), continuación de la anterior. El propio autor reconoce que, aunque ha escrito otras obras de más aliento y calidad, que le han dado cierta fama entre los doctos, lo que le ha producido verdaderamente buenos resultados económicos son sus obras de bandoleros. Al respecto mantiene una conversación con un crítico en el prólogo de la obra citada, donde podemos leer lo siguiente:

«Crítico.- ¡Sí, pero esos dramones de trabucos y puñales son de tan mal gusto! Ese lenguaje tan chabacano...

Yo.- [es decir, el autor] Las obras de los hombres deben juzgarse según sus aspiraciones; cada autor al emprender una obra se propone un fin, y si lo consigue ha llenado su misión: mi propósito fue hacer una obra que llamase mucha concurrencia al teatro, que produjese mucho, y fuese muy aplaudida; véase si lo he conseguido.

Crítico.- ¿Pero esos aplausos pueden halagar su amor propio?

Yo.- ¿Por qué no? Cuando logro atraer mil personas al teatro, y estas espontáneamente aplauden y llaman a la escena al autor, y se repite el drama otra noche y vuelven, prueba de que algo bueno habrá en el conjunto defectuoso que usted censura; me dirá usted que esos aplausos son de la plebe, no de los inteligentes [...]. En cuanto a lo del lenguaje chabacano, son bandidos andaluces los que pinto, y es preciso que estos hablen en andaluz». Señala finalmente que, como había dicho Lope de Vega en el siglo XVII, al vulgo hay que hablarle en necio, puesto que es el que paga la función: «El vulgo es necio y pues lo paga, es justo / hablarle en necio para darle gusto», recuerda Zumel.

El crítico le hace otros reparos de índole moral y referidos a la estructura de la pieza, ajena a las normas dramáticas, a lo que el autor va respondiendo puntualmente, terminando con la siguiente afirmación: «así es, que yo he escrito a conciencia para mi nombre literario, si algo puedo hacer para él, Guillermo Shakespeare, Enrique de Lorena, Cervantes y Sueños de un loco; para mi bolsillo, Diego Corrientes y José María» (p. 8).

No puede darse mayor claridad en la justificación de la obra. El resultado carece efectivamente de calidad estética pero sería profundamente atractivo para un público popular, que en aquellos años tendría tiempo sobrado para emplear toda una tarde en asistir a la representación de los siete largos actos de que consta el drama.

La acción de la obra es muy movida; hay cante flamenco intercalado, peleas, tiros, diálogos breves y ágiles, personajes misteriosos, hijos abandonados que encuentran a sus padres, amores adúlteros, generosidad, fidelidad, final feliz para los buenos y desgracias para los malos. Los lugares de la acción son ocasionalmente infrecuentes pero característicos: la venta, la cueva de los bandidos, o la selva, caracterizada según la indicación escénica con «malezas y abrojos en todo el escenario: bosque de árboles corpóreos y hierbas que lleguen a la rodilla a los actores; por el foro se ve el arrecife, que pasa de un lado a otro, atravesando el escenario, con pilarillos marcando su linde» (p. 69). Todo ello a la luz de la luna. El ambiente romántico está potenciado por la personalidad de algunos bandoleros, el más importante de todos José María, que parece desasosegado y agobiado por un destino trágico y misterioso. He aquí un fragmento de conversación entre José María y Veneno:

Ven.
¿Qué tienosté, capitán?
José.
¡Ay, amigo!... ¡nada, y mucho!
¡en ese coche que espero
viene cuanto quieo en er mundo!
¡la mujé que me robó
el negro destino injusto!
Ven.
¿Y qué piensasté jasé?
José.
No lo sé: nada discurro:
la sociedad me arrojó
de sí con seño iracundo,
quitándome ar mismo tiempo
la quietú que en vano busco;
una mujé que quería,
¡la prenda de tóo mi gusto!
ella debió ser mi esposa,
y hoy viene... En vano procuro
tranquilisarme; Veneno,
sírveme tú en este apuro

(p. 14).                


Entre los misteriosos secretos que esconde la personalidad de José María, en esta obra oriunda de Granada, se encuentra el no conocer a su auténtico padre. Así se lo comenta a su amada María:

Escucha, por Dio, sabrás
mis tormentos y mi pena,
y al escucharme verás
que el mundo me echó no más
a esta vida de mí ajena.
En la arabesca Granada,
la de la espasiosa vega
de Cármenes mil poblada
y de flores salpicada
que el sonoro Genil riega,
me crié como un señó
como el hijo de un marqué,
y tóo er mundo miró
como su amigo mejó
al opulento José.
Pero yegó asiago día
en que fiera enfermedá
le ataca; a yamar me envía,
y en medio de su agonía
me declaró la verdá.
Me dijo: «Escucha hijo mío,
lo que desir no quisiera:
pero ya al sepulcro frío
me yeva este mal impío,
y es mi obligación postrera.
Tuve un amigo en Granada,
que víctima del amor
en una noche cayada
yamó a mi puerta cerrada
transido de cruel dolor.
Le abrieron y a mi aposento
con ligero paso entró:
desembosóse al momento
con ligero movimiento,
y un niño me presentó.
(pp. 20-21).                


El niño es José María y uno de los objetivos del mismo, entre asaltos, refriegas y traiciones, será conocer la auténtica identidad de su progenitor. El misterioso padre resulta ser un noble que intercederá ante el rey para que el bandolero obtenga el perdón, cosa que finalmente consigue.

Posiblemente la canonización literaria del bandolero típico, de José María el Tempranillo en este caso, se deba a un novelista con frecuencia denostado, pero que alcanzó grados de popularidad e incluso de riqueza insospechados; nos referimos al fecundísimo ingenio sevillano Manuel Fernández y González (1821-1888), escritor aún falto de un estudio riguroso que permita determinar con la debida fiabilidad el número, orden de edición y fecha de aparición de sus novelas23. Por lo que respecta a los bandoleros andaluces, sabemos que a lo largo de su vida compuso extensas obras en torno a los más relevantes, entre las que se encuentran: Juan Palomo o la expiación de un bandido (Madrid, Miguel Prats, 1855), Los siete niños de Écija (Madrid, Miguel Prats, 1863), Diego Corrientes. Historia de un bandido célebre (Madrid, 1866), El guapo Francisco Esteban (Madrid, 1871), El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María (Madrid, 1871-1874), Don Miguelito Capa-Rota, el célebre marqués ladrón (Madrid, 1872), El Chato de Benamejí. Vida y milagros de un gran ladrón (Madrid, 1878), José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo (Madrid, 1886) y El señor Juan Caballero o los hijos del camino (Madrid, 1888, póstuma). Muchas de ellas han sido prácticamente inencontrables para nosotros en la edición citada, por lo que es posible que se haya omitido alguna narración de bandidos en la sumaria relación o que, por el contrario, se incluya alguna que no pertenezca propiamente al tema bandoleril.

El método de trabajo de este escritor era realmente curioso, tal como lo ha transmitido en sus memorias Julio Nombela (1836-1919), colaborador ocasional del mismo24. También son colaboradores, o negros, del sevillano escritores que luego alcanzan relevancia, como el sainetista Tomás Luceño (1844-1933) o Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928)25. Mientras degustaba una copa de champán francés, procedente de su bien provista bodega, por lo que estaba habitualmente endeudado con sus proveedores, dictaba a varios colaboradores las páginas que componían diversas entregas que tenían que imprimirse el fin de semana para poder entregarlas a los suscriptores el lunes. Se dice que Fernández y González componía varias novelas por entregas o folletines al mismo tiempo y que incluso podía intercambiar episodios entre unas y otras sin que se modificase sustancialmente la trama de ninguna de ellas. Esta forma de producción, que teniendo en cuenta los gustos y la reacción del público, podía ampliarse casi sin límite o reducirse si el éxito no era el previsto, es la que dio origen a las novelas de bandoleros andaluces del escritor sevillano, ya mencionadas.

José María el Tempranillo adquiere entidad entre los lectores populares en estos novelones, dicho esto con el mayor respeto posible, que pasaban de padres a hijos y que se convirtieron en la base de la mayoría de los episodios que conformaron su vida ficticia, hasta tal punto que se olvidan prácticamente los datos que suministraron personajes más o menos cercanos a él, física o temporalmente, y en su lugar se alza una leyenda que tiene obvias raíces literarias: las novelas de Manuel Fernández y González, reeditadas con cierta frecuencia en el siglo XIX y que ven de nuevo la luz, en otro formato, igualmente popular y barato, a lo largo de la centuria que ahora concluye. Curiosamente el auge de las ediciones de novelas de bandoleros coincide con la posguerra inmediata, hacia 1942-1946, como si el público de entonces necesitase alimentar su imaginación con mitos de libertad, de rebeldía y de riqueza y amores fáciles, en una situación de pobreza extrema y de ausencia absoluta de libertad. Parece como si la imaginación literaria sirviese de lenitivo contra una existencia de estrechez y de calamidades de todo tipo.

Hay que esperar al último tercio de nuestro siglo XX para que se inicien revisiones históricas adecuadas en torno a esta figura legendaria.

Son dos las novelas que Fernández y González dedica al bandolero de Jauja, que él hace oriundo de Montilla. De acuerdo con el orden de los sucesos que se narran, la primera tendría que ser José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo, cuya indicación de fecha primera de publicación suele omitirse en alguna ocasión, y en ella se cuentan las aventuras del personaje desde su adolescencia hasta su matrimonio con Ginesilla. La segunda, titulada El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María, se inicia cuando el bandolero se encuentra en todo su esplendor y acaba con la muerte del mismo. Las fechas internas que marcan el comienzo de ambos textos26 son el 6 de febrero de 1818, momento en que José María tiene 18 o 19 años, siempre según el relato, y el 23 de octubre de 1825, en la segunda narración, que termina con su muerte, y es posible que se escribiesen y se publicasen en el orden señalado. La fecha de publicación que se indica para la segunda novela es 1871-1874, «en cinco mortales tomos», dice Ferreras27, en tanto que para la primera encontramos la indicación del año 1886. No hay que descartar, sin embargo, que el orden fuese el inverso al que parece exigir la coherencia interna del argumento, tal como se hacía con alguna frecuencia en los libros de caballerías, en los que se presentaba primero el héroe en su momento de plenitud y luego se contaban su origen y primeras aventuras, lo que técnicamente se denominaba enfances, recurso que también afectaba a la antigua épica española en verso y que se documenta propiamente en el caso del Cid. Como se sabe, los folletines decimonónicos han sido considerados en alguna ocasión los herederos de la antigua narrativa caballeresca28.

Sin que sea una cuestión baladí la determinación de la fecha de aparición, sino un dato importante para una aproximación seria al tema, hay que indicar que José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo aparece dividida en cuatro libros: El jefe de la cuadrilla, Odio a muerte, El cortijo misterioso y El beso triunfante, y la que suponemos su continuación El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María en tres libros: El famoso José María, El bandido fantasma y La última aventura. No es posible dar una idea del fárrago de aventuras que encierran tantos centenares de páginas, casi nunca leídas desde una perspectiva crítica. En las primeras ediciones del siglo XIX el número de páginas tendría que contarse por miles, teniendo en cuenta que el tamaño de la letra era mucho más grande, dado el tipo de lector al que iba dirigida la obra, por lo general poco habituado a la lectura, y que además interesaba rellenar mucho papel, puesto que se cobraba por cada entrega (cobraban tanto el autor, del empresario o editor, como los distribuidores o cobradores de cada uno de los suscriptores), de ahí la importancia de las frases cortas, que ocupan una sola línea, del diálogo entrecortado, de las escasas descripciones, que suelen exigir el punto y seguido. Igual ocurre con el resto de las novelas y al respecto hay que señalar que Los siete niños de Écija, del mismo autor, en su edición de 1863, tiene 1796 páginas, y algunas más El chato de Benamejí, edición de 1878 (851 páginas el tomo I y 1080 el tomo II, más ocho láminas en la primera parte y siete en la segunda). Así se explica que, mientras un periodista ganaba unos treinta duros al mes, hacia 1864, y este es el caso de Julio Nombela, Fernández y González podía conseguir unos veinte o veinticuatro duros a la semana, es decir, casi cuadriplicaba al mes el salario de un periodista, con el que se podía vivir con cierta holgura. Con todo, y a pesar de haber obtenido pingües beneficios con la literatura, según recuerda Manuel Machado29, el prolífico novelista sevillano, al que se le achacan unas trescientas novelas, sólo tenía en su cuarto, en el momento de su muerte, un duro y un paquete de tabaco, y tuvo que ser enterrado de limosna.

El mismo poeta recuerda, en un texto de 1913, que dictaba sus novelas a sus escribientes, en alguna ocasión cinco a seis a la vez, y que alcanzaron extraordinario éxito, no sólo las históricas, a cuyo propósito, por la tergiversación constante de la historia auténtica, se asociaron las iniciales de su nombre M. F. G. con el remoquete Mentiras Fabrico Grandes30, sino también las de bandoleros, y al respecto se acuerda Manuel Machado «de aquellas otras [novelas] que hacían temblar a las almas sencillas de ha cincuenta años con los lances de bandoleros y caballistas. ¡Oh divinas entregas de a cuartillo de a real; adorables librotes inacabables, deletreados al rincón del fuego por el único lector de la casa, mientras en torno junta el miedo, la atención y el encanto las cabezas de oro y las de plata!»31.

Las novelas sobre José María ofrecen los rasgos usuales en este tipo de narración; no son ni mejores ni peores que otras del mismo tipo, aunque casi nunca las hemos visto citadas con especial encomio, cosa que sí se hace respecto a otras obras de ambiente histórico, como Men Rodríguez de Sanabria (1853) o El cocinero de su majestad (1857). Personalmente nos parecen interesantes, por el ambiente arabizante y fantástico, la Historia de los siete murciélagos (1863) y la Historia de un hombre contada por su esqueleto (1858), reeditada esta última no hace mucho tiempo32.

Menos interés ofrecen otras muchas narraciones de principios del siglo XX, que no vamos a tratar en esta ocasión para no hacer excesivamente larga la aportación presente. Algunas resultan un tanto deudoras de Fernández y González, otras son más o menos originales, pero en conjunto no aportan gran cosa a lo ya expuesto salvo la continuidad y la diversificación del tema en múltiples aventuras, muchas de ellas intrascendentes.

Ya en nuestros días, y coincidiendo con la adopción de otros medios de difusión más visuales que el libro, como el cine y la televisión, encontramos aún alguna obra que permite hablar de cierta actualidad y actualización en el tema de José María. Se trata del guión de Antonio Gala para una serie de televisión33, titulada «Paisaje con figura». No se trata aquí de una simple recreación literaria, sino que Gala quiere dar al mismo tiempo una visión histórica aproximada del personaje, para lo que recurre a determinados documentos que crean un ambiente sociohistórico adecuado en torno al mismo.

El Tempranillo deja aquí patente su fuerte carácter, sus dotes de mando, tal como podemos ver en la conversación que mantiene con Céspedes, un teniente de migueletes que quiere ingresar en la partida: «[Llevamos] una vida mu dura -dice- que yo no cambiaría por ninguna. Pero quiero que sepas que, en mi banda, hay mucha más disciplina que en el cuartel de donde vienes. Mano de hierro tengo, porque entre los caballistas también hay gente mala como en tós sitios y gente peligrosa y mu difícil. Yo no tolero ni un mal movimiento. No consiento muertes ni sangre sino en defensa propia. Aligeramos de su peso a quien lo tiene, y ya está. Pero aquí, cortesía con las mujeres y los ancianos, buen trato para todos y un poquito de gracia, que hasta para robar hay que tenerla. La justicia la impongo yo: se acata lo que digo o se va uno con viento fresco al otro mundo: no podemos andarnos con chiquitas. Precisamente porque nos hemos sublevao contra unas leyes, tenemos que cumplir a rajatabla otras» (pp. 93-94).

También se hace eco el escritor del atractivo que irradiaba su persona, y para ello hace conversar a varias muchachas acerca del aspecto físico del bandolero:

«1ª- Mi tío, que es concuñao de uno de la cuadrilla, dice que es rubio, rubio con los ojos celestes.
2ª- Qué disparate, si tiene los ojos como dos pozos negros. Qué sabrá tu tío, el pobre. Es moreno y altísimo.
3ª- Pos el alguacil de Rute que lo vio de lejos, dice que es bajito y que no levanta casi ná del caballo.
1ª- El alguacil de Rute es un muerto de envidia. José María es más guapo que un san Antonio. ¡Ay!
4ª- Eso digo yo. ¡Ay!».

Todo ello aquilata aún más el carácter mítico y legendario del bandolero de Jauja, cuya personalidad histórica puede estar más o menos desdibujada por lo que respecta a algunos sucesos reales (aunque prestigiosos e incansables historiadores trabajan con constancia para aclarar la verdad de los hechos), pero lo cierto es que el personaje sigue viviendo en los libros de ficción, de donde se surtieron todos aquellos que estaban seducidos por su atractiva figura, lo que en el fondo no es más que la atracción por un hecho característico de nuestra cultura andaluza. Así lo vio Antonio Gala al señalar: «si en la historia del bandolerismo se busca un nombre, se encuentra uno el de José María el Tempranillo. Reúne todos los ingredientes para formar un mito. Los mitos españoles, con frecuencia, han crecido al margen de la ley y marcando ley propia a ser posible: la ley común es aburrida y no muy justa siempre. El Romanticismo no inventó nada: lo recoge de la realidad» (p. 85). Así nos parece también a nosotros.

Lucena, octubre de 1999.

 Fuente: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcm32q6

1
Antonio Machado, «Del pasado efímero», Campos de Castilla, Poesía y prosa. Tomo II. Poesías completas, ed. Oreste Macrí, Madrid, Espasa Calpe, 1988, p. 559.


 

2
A pesar de que se trata de una figura interesante, no hemos encontrado ninguna aportación importante en torno a su vida y a su obra; algunos datos sobre el mismo figuran en la Gran Enciclopedia de Andalucía, Sevilla, Promociones Culturales Andaluzas, 1979, tomo VI, p. 2743.


 

3
Antonio Porras, «Bandolerismo andaluz», en El misterioso asesino de Potestad, Madrid, Renacimiento, s. f., pp. 232-233. Sin embargo, en el libro del mismo Antonio Porras, Quevedo, hombre noble, Madrid, Editorial Plutarco, 1930, al referirse a las obras publicadas de este autor, se señala que El misterioso asesino de Potestad se publicó en 1923, y en la editorial CIAP en 1929, como segunda edición.


 

4
José María el Tempranillo. Guión cinematográfico de aventuras sobre la vida del famoso bandolero andaluz, original de Santiago Aguilar Olivar, Antonio Valero de Bernabé y Adolfo Aznar Fusac, partitura original del maestro Ruiz de Azagra. Madrid, 1946. Se trata de un ejemplar mecanografiado de la Biblioteca Nacional de Madrid, que procede del registro de la propiedad intelectual. El texto aparece dividido en dos tomos; la primera jornada, incluida en el tomo I, se titula El rey de Sierra Morena (ejemplar número 5), y la segunda jornada, tomo II, La mano negra (ejemplar número 10). Se indica además que esta edición consta de 25 ejemplares numerados en ciclostil. La forma de expresión de casi todos los personajes es claramente andaluza y muchos de estos personajes y episodios están inspirados en las novelas de Manuel Fernández y González, puesto que aquí se incluyen, entre otras referencias, el Teniente Veneno, el Mayorazgo de Montilla, José María es hijo de José María el Gamo, etc. He aquí, por ejemplo, el origen del apelativo Tempranillo, según el guión:
«María Jesús: ¡Ay, Virgen de la Fuensanta! ¡Pero, si es lo que se dise un güen moso!
Con gesto malicioso, le pregunta José María: ¿Bueno? ¿Usted lo cree?...
María Jesús: Güeno o malo, "tempraniyo" le ha dao al moso por el cabayeo...», ibid., p. 5. La acción tiene lugar en la cocina del cortijo del tío Zancudo.
José María habla de que se ha visto obligado a dedicarse a bandolero: «José María hace un gesto de disgusto y replica:
José María: ¡Eh, eso no! ¡Yo no soy un bandido! Soy un hombre de corazón a quien un canalla ha puesto en el trance de tomarse la justicia por su mano...», ibid., p. 6.


 

5
Sobre el tema, cfr. Constancio Bernaldo de Quirós, Bandolerismo y delincuencia subversiva en la baja Andalucía [1912], Sevilla, Renacimiento, 1922, pp. 35-42, y Manuel Barrios, Sociedades secretas del crimen en Andalucía. Estudio, selección de documentos y notas, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 247-276.


 

6
Apud Julio Caro Baroja, Ensayo sobre la literatura de cordel, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988, p. 464, que lo toma de los Cantos populares españoles (1882-1883), de Francisco Rodríguez Marín. Una aportación sobre este cante, desde el punto de vista de la flamencología, es el que lleva a cabo Ricardo Molina, Mundo y formas del cante flamenco, Sevilla/Granada, Librería Al Andalus, 1978, pp. 236-242, ejemplificándolo precisamente con esta serrana, de la que da la siguiente variante:


Por la Sierra Morena


va una partía.


Y al capitán le llaman


José María.


No será preso


mientras su jaca torda


tenga pescuezo.



De parecido ambiente de bandoleros y contrabandistas es la serrana que sirve de fondo musical a los títulos de crédito de la película El Cristo de los Faroles (1957), de Gonzalo Delgrás, interpretada por Antonio Molina.


 

7
Apud Enrique Alcalá Ortiz, Historia de Priego de Andalucía, Priego, Excmo. Ayuntamiento, 1988, tomo I, p. 143.


 

8
Tema que tratamos en nuestra conferencia de las Primeras Jornadas sobre el bandolerismo en Andalucía, celebradas en Jauja (Lucena), del 18 al 19 de octubre de 1997, titulada «La imagen romántica del bandolero andaluz (A propósito de José María el Tempranillo)» (en prensa).


 

9
Cfr. Elena Echevarría Pereda, Andalucía y las viajeras francesas en el siglo XIX, Málaga, Universidad, 1995, pp. 158-159. El libro de referencia es el de Madame de Gasparin, Andalusie et Portugal, Paris, Calman Levy, 1886.
10
Algunas de las historias que se narran a propósito de José María por parte de Merimée y otros autores se encuentran ahora cómodamente recogidas en los apéndices del importante libro de José Santos, El Bandolerismo en Andalucía. 2. José María el Tempranillo y el Marqués de las Amarillas, Sevilla, Muñoz Moya y Montraveta editores, 1992, p. 177 y ss.


 

11
«De nobles y bandoleros: La Duquesa de Benamejí (1932), de Manuel y Antonio Machado», en Actas de las primeras jornadas de la Real Academia de Córdoba en Benamejí, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1998, pp. 315-331.


 

12
La novelita se editó por primera vez en la colección «La novela de bolsillo», núm. 63, 1915, cfr. sobre este autor el importante libro de María del Carmen Alfonso García, Antonio de Hoyos y Vinent, una figura del decadentismo hispánico, Oviedo, Departamento de Filología Española de la Universidad de Oviedo, 1998, p. 294 y ss., por lo que respecta a la bibliografía. También se incluyó en algunas recopilaciones de novelas cortas del mismo autor, como Las señoritas de la zapateta, Madrid, Editorial América, s.a. [pero 1920] y, Bestezuela de amor, Barcelona, Sopena, s.a., [pero 1924]; nuestras referencias se hacen por la primera de estas dos recopilaciones. El protagonista masculino de la narración es el Niño de los Caireles, que recuerda un poco a José María: «En aquel momento habían dejado, sin embargo, su habitual tarea de disección y hablaban del suceso del día, de los extraordinarios hechos del Niño de los Caireles, famoso bandido que tenía aterrada la tierra de Córdoba con sus hazañas, emuladoras de las de José María y los siete Niños de Écija», op. cit., p. 81. He aquí cómo se describe el bandolero: «Ella le vio retratado en no sé qué revista sobre el fondo de los campos de Andalucía, vestido de polainas de cuero, hebillas de plata, y corta chaqueta de terciopelo grana, y aquella arrogante y maja guapeza la cautivó. Por eso ahora, mientras las demás hablaban, ella, en lejano ensueño, veía pasar al bandido sobre el escenario asolado de los campos, montado en su jaca negra, moldeado el airoso cuerpo en la chaquetilla de sangrienta felpa», ibid., p. 84. Al tratar de las cualidades del personaje, toma como referente a José María el Tempranillo: «Los hombres ponderaban su temerario arrojo, su absurdo valor, que le hacía desafiar, estoico, la muerte a cada instante; las mujeres loaban su varonil apostura, su generosidad, la bondad de su corazón. Y eran unas veces los colonos, que venían a llorar la pérdida de unas mieses que les quemara el terrible Niño para vengarse de una delación traidora, y eran otras una pobre madre que bendecía su nombre por haber salvado a su hija arrojándose en el río, donde se ahogaba, o bien un padre que se lamentaba de que el moderno José María levantaba de cascos a las mocitas, cantando coplas al pie de su balcón, o, por el contrario, humilde labriego que entonaba loores al bandido honrado, que había espantado a escopetazos a no sé qué señorito provinciano que intentaba seducirle a la hija», ibid., p. 99. En alguna ocasión a José María se le designa con el apelativo del Rayo de Andalucía, como en la novela de Álvaro Carrillo: «Mientras la vestía, Petra siguió narrando las extraordinarias hazañas de aquel émulo que la había salido al Rayo de Andalucía, añadiendo los pintorescos comentarios de escaleras abajo», ibid., p. 102. El novelista resalta el atractivo sexual que se desprende de la figura del bandolero: «En medio del sendero, con una escopeta en la mano, estaba el Niño de los Caireles. Esta vez la leyenda no había mentido. Alto, moreno, con la postura fanfarronesca y arrogante que corresponde a un bandido de novela histórica, reverberaba el Niño su varonil belleza. El rostro moreno, alumbrado por el fulgor de las pupilas de azabache, y la blancura de unos dientes de salvaje, tenía un trágico fruncimiento bajo del ala del cordobés. Roja chaquetilla de terciopelo, con caireles y alamares de filigrana de plata, ceñía el torso de atleta, y las piernas, finas y nerviosas, prisioneras en las polainas de cuero, daban una impresión de fuerza y de firmeza», ibid., p. 105. La marquesa no puede resistirse a la seducción del bandolero y sucumbe; he aquí una escena especialmente lúbrica: «El Niño buscó los rojos labios, que no rehuyeron su halago, y los besó largamente, apasionadamente. Después, sus manos, temblorosas de deseo, fueron al encuentro de los senos por entre los encajes de la bata. Saltaron botones, desgarráronse holandas, y, al fin, bajo el níveo reflejo de la luna, apareció descubierta la humana estatua. El amante, ebrio de pasión, trazó estelas de besos sobre el desnudo cuerpo, y, al fin, lo estrechó en su inmenso abrazo. Mercedes, vencida, se dejó arrastrar en aquel torbellino de amor y, por un momento, creyóse suspendida en el dintel de la eternidad. En la espesura cantó un ruiseñor», ibid., p. 108.


 

13
Cfr., entre otros, Antonio Pineda León, Aproximación a la vida de José María «El Tempranillo», Málaga, Edición del autor, 1999, y [Juan Antonio] Romero Sánchez, José María El Tempranillo era Juan Nepomuceno Alonso Sandalio José Hinojosa Cobacho, Antequera, Edición del autor, 1999.


 

14
Los datos más importantes acerca de este escritor se encuentran en Rafael Ramírez de Arellano, Ensayo de un catálogo biográfico de escritores de la provincia y diócesis de Córdoba, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, 1922, tomo I, pp. 314-315. Quizás la composición que nos interesa en esta ocasión formara parte del manuscrito inédito citado al final de sus obras, Colección de canciones andaluzas, que no hemos visto.


 

15
Dado que el periódico en el que se encuentra es bastante raro y que la composición no es muy extensa la incluimos completa, regularizando la grafía y acentuación de la misma:
El bandolero. Canción dedicada a mi buen amigo D. Mariano Soriano Fuentes.


      Soy jefe de bandoleros,


y al frente de mi partida


nada mi pecho intimida,


nada me puede arredrar.


Que es gente toda bizarra


y práctica en la carrera;


el peñón de la Gomera


puede si no declarar.


Y el que quiera hacer ensayo...


¡a caballo!


trabucazo y a cargar.


      De todos soy respetado


cual si fuese un soberano,


nadie se atreve en el llano


mi capricho a contrariar.


Que vengan guardias civiles,


que vengan carabineros,


mis trabucos naranjeros


los harán escarmentar,


y no querrán más ensayo,


¡a caballo!


trabucazo y a cargar.


      Al trote largo, muchachos,


que la noche va avanzando,


y las chicas esperando


estarán para cenar.


Les decimos cuatro flores,


habrá vino y alegría,


y antes que se acerque el día


nos podremos retirar.


Y si se frustra el ensayo...


¡a caballo!


trabucazo y a cargar.


      ¡Pregonada mi cabeza


y a garrote sentenciado!...


¿Qué más tiene que acostado


morir en alto lugar?


Mas mientras quede un cartucho


en mi canana corrida,


en poco aprecia su vida


el que me intente agarrar.


Caro le saldrá el ensayo:


¡a caballo!


trabucazo y a cargar.



Luis Maraver.
El Coco. Símil de los periódicos joco-serios de literatura y artes. 1.º de junio de 1845, año 1, núm. 5, pp. 2-3.


 

16
Cfr. Julio Caro Baroja, Ensayo sobre la literatura de cordel, op. cit., p. 473 y nota correspondiente. Como puede comprobarse en el fragmento que transcribe Caro Baroja, ibid., p. 498, el texto que recoge Davillier ofrece algunas variantes. Cfr. la traducción española del viajero francés: Gustavo Doré y Charles Davillier, Viaje por España, Madrid, Ediciones Grech, 1988, I, p. 344. Para este fragmento de la crónica viajera y su contexto, vid. el apéndice que incluimos al final de este trabajo.


 

17
El propio autor señala que es oriundo de Málaga en una composición inserta en la obra, donde indica también la fecha de su nacimiento, 1830. El poema se titula «Yo. Biografía del autor, escrita por él» y los primeros versos indican lo siguiente:


Soy malagueño más puro...


que puros son los albores


de mayo, -y a Dios bendigo,


que tan buena tierra dióme.


Vine al mundo el seis de Enero


De mil ochocientos... doce...


y doce más... y seis luego...


y un pico... y cógeme Roque.



José de Olona, Recuerdos de Andalucía. Costumbres, tipos, trajes. Romances (1852), Barcelona, Librería de Salvador Manero, 1861, pp. 191-192; para concretar la fecha de su nacimiento hay que entender, con Caro Baroja, que se suman todos los años indicados: 1800+12+12+6=1830 y pico. En la misma composición dice que ha sido «empleado, periodista, autor» y en el prólogo habla de su amistad con José Zorrilla, que le prometió en París un prólogo para esta obra, cosa que no cumplió. No figura este autor en la Gran Enciclopedia de Andalucía, donde sí se incluye un libretista más conocido, que parece ser su hermano: José Luis Olona Gaeta (Málaga, 1823-Barcelona, 1863), ibid., tomo VI, p. 2581.


 

18
Aparece cierto fatalismo en la actuación del personaje, en consonancia con otros tipos del ámbito romántico:


Pero la suerte del hombre


no se prepara... ¡está escrita!


José conoce la pena


que las leyes determinan


para los que vuelven armas


contra gente de justicia;


y ofuscado, rencoroso,


... predestinado, medita


con afán un medio pronto


salvador para su vida.


....................................


El destino se lo ofrece...


¡y es ladrón al otro día!


(p. 59).                




 

19


«Adiós, montañas, queridos pastos,


y vosotros, tranquilos valles, adiós.


Juana no volverá a pisar vuestros senderos;


Juana os dirige ahora su eterno adiós.


Praderas que regué, árboles que he plantado,


seguid reverdeciendo alegremente.


Adiós, grutas y frescos manantiales;


adiós, eco, voz dulce de este valle,


que siempre replicaste a mis canciones;


Juana se aleja y nunca volverá.


Lugares todos de mis tranquilas dichas,


os dejo y para siempre.


Dispersaos, ovejas, por la llanura;


ya sois unos rebaños sin pastor.


Bien distintos rebaños guiaré ahora


por los sangrientos pastos de los peligros",



Johan Friedrich von Schiller, La doncella de Orleáns (Juana de Arco), trad. Manuel Tamayo Benito, Barcelona, Ramón Sopena, 1965, p. 23. Para la influencia del poeta alemán en la literatura española, cfr. Herbert Koch y Gabriele Staubwasser de Mohorn, Schiller y España, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1978.

 20
También está muy marcado el tono romántico en un fragmento del principio de «La ermita»:


¡Retumba el trueno en el monte!


¡Silba el viento en la enramada!


¡El rayo rasga la tierra,


y escudriña sus entrañas.


Dos veces la noche es noche,


por lo obscura y solitaria;


¡y del espanto que infunde


ella a sí propia se espanta!


...........................................


Mas... ¿quién es el que atrevido


por la espesura cabalga,


y a los riesgos de esta noche


sobrepone su pujanza?


   -¿Quién será? ¡José María!


El ladrón de mayor fama


y de más grande renombre


que hubo en las tierras de España.


Vedle allí sobre un caballo


y envuelto en tupida manta,


¡cómo al animal jalea,


y cómo espuelas le clava!


Vedle allí con las pistolas


y el puñal en la canana,


¡cómo el trabuco amartilla


cuando su corcel se espanta!


(pp. 60-61).                




 

21
En la portada de la edición más antigua que hemos localizado de este drama se indica lo siguiente: «Galería Dramática Malagueña. José María. Drama de costumbres andaluzas, en siete actos y en verso, original de D. Enrique Zumel. Representado con un éxito brillante en el teatro del Circo de Cádiz. Núm. 15. Precio 8 reales. Málaga, 1858. La Ilustración Española, Calle Nueva, núm. 61». Existe otra edición, que es la que tenemos a la vista, con idénticos datos, excepto los referidos al lugar y fecha de impresión, que son: Madrid, R. Velasco Imp., 1902. Las citas se hacen por esta última edición y las referencias a la página correspondiente se señalan en el texto.


 

22
David T. Gies, «In re magica veritas: Enrique Zumel y la comedia de magia en la segunda mitad del siglo XIX», en F. J. Blasco, E. Caldera, J. Álvarez Barrientos, R. De la Fuente (eds.), La Comedia de Magia y de Santos, Madrid, Júcar, 1992, pp. 433-461. No figura en la Gran Enciclopedia de Andalucía.


 

23
Una de las referencias bibliográficas que nos parece más fiable y actual es la de José Carlos Aranda Aguilar, Narrativa andaluza en el siglo XIX. Catálogo bibliográfico de autores con cuatro estudios críticos sobre novelas marginales (Tesis doctoral), Córdoba, Universidad, 1988, tomo I, p. 130 y ss. En esta aportación se citan los libros siguientes: Juan Palomo o la expiación de un bandido, Madrid, Miguel Prats, 1855?, añade que Palau [es decir, Antonio Palau y Dulcet, Manual del librero hispanoamericano, Barcelona, 1948, 27 volúmenes] cita una reedición en 1861, ibid., p. 134; Los siete niños de Écija, Madrid, Miguel Prats, 1863; Palau menciona reediciones en 1866, 1875 y 1883, ibid., p. 139; Diego Corrientes. Historia de un bandido célebre, Madrid, 1866; Palau menciona reedición en 1874, ibid., p. 141; El guapo Francisco Estevan [sic], Madrid, 1871, ibid., p. 144 (hemos visto esta edición y no ofrece las características del folletín; es un libro pequeño sobre el bandolero lucentino, pero sin tener en cuenta la historia conocida, cfr. nuestro estudio «Un bandolero lucentino en los albores del siglo XVIII: Francisco Esteban de Castro», en Actas de las Segundas Jornadas sobre el bandolerismo en Andalucía (Jauja, octubre de 1998), Lucena, Excmo. Ayuntamiento, 1999, pp. 67-102); El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María, Madrid, 1871-74; Palau cita reediciones de 1892, 1893 y 1895, ibid., p. 145; Don Miguelito Capa-Rota, el célebre marqués ladrón, Madrid, 1872; Palau cita una reedición en 1893, ibid., p. 145; El Chato de Benamejí. Vida y milagros de un gran ladrón, Madrid, 1878, ibid., p. 148; José María El Tempranillo. Historia de un buen mozo, Madrid, 1886; Palau cita una reedición de 1894, ibid., p. 150, y El señor Juan Caballero o los hijos del camino, Madrid, 1888, póstumo, ibid., p. 155. Publicaciones anteriores a esta tesis incluyen también referencias bibliográficas de Manuel Fernández y González, como el libro de Cejador, citado más abajo, o Juan Ignacio Ferreras, Catálogo de novelas y novelistas del siglo XIX, Madrid, Cátedra, 1979, pp. 150-154, y Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas, 1840-1900, Madrid, Taurus, 1972, pp. 137-144. En este último libro, un tanto primerizo con relación a otros estudios del citado especialista, dice Ferreras que «a partir de 1863, fecha de aparición de Los siete niños de Écija, la novela de aventuras criminalista comienza a abrirse paso entre la espesa selva histórica del autor», ibid., p. 138, fecha que habría que retrotraer hasta 1855, aproximadamente, con la novela Juan Palomo; otras referencias a esta tendencia en pp. 142-143, aunque no menciona la titulada José María El Tempranillo.


 

24
Son muy interesantes las numerosas páginas que le dedica este escritor, llenas de anécdotas y muy representativas del ambiente en que se crea y distribuye el folletín, el novelista coetáneo Julio Nombela, Impresiones y recuerdos, Madrid, Tebas, 1976, pp. 703-729. Algunas de estas páginas están resumidas en Julio Cejador y Frauca, Historia de la lengua y literatura castellana, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, 1917, tomo VII, pp. 397-405 (hay edición facsímil, sin ilustraciones, en Madrid, Gredos, 1972). Otras anécdotas, también recordadas por Cejador, pueden verse en el libro de Manuel Machado citado más abajo.


 

25
El importante narrador valenciano recuerda su experiencia en estos términos: «Otro novelista, quien por desgracia fue una inmensa fuerza malograda, es don Manuel Fernández y González, cuya imaginación únicamente puede ser comparada por su riqueza a la de Dumas, y por sus desórdenes, a la de Balzac. Es necesario haberlo conocido para apreciarlo. Cuando yo comencé mi vida literaria, tenía la tontería de ensayar novelas, que resultaban disparatadas. Y con la ilusión de quienes creen que basta un manuscrito bajo el brazo me escapé de Valencia, pasando en Madrid una negra bohemia, con los atormentados del hambre; ¿por qué no decirlo? Mi alivio fue ser secretario de Fernández y González, que en esa época estaba casi ciego, y era conocido en toda la capital de España por su figura y su rara indumentaria, descuidada y no muy limpia. En la existencia extraña de Fernández y González, nos reuníamos de noche, para escribir hasta la salida del sol, y durante la velada solía quedarse dormido a lo mejor de su capítulo, y me decía cabeceando: "Bueno, hijo. Ahí quedan conversando la baronesa y el marqués. Continúales el diálogo". Y yo amontonaba tonterías, creyendo que eran donaires», Vicente Blasco Ibáñez, «La Revolución de Septiembre», Conferencias de Buenos Aires, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1978, tomo IV, pp. 1285-1286. La crítica sitúa este episodio de la vida de Blasco Ibáñez antes de 1884: «Blasco encuentra pronto un trabajo, se convierte en secretario de don Manuel Fernández y González, famoso folletinista ya en decadencia debido a su avanzada edad, autor de novelas como El cocinero de su majestad. El trabajo es fácil, casi no le supone esfuerzo ni le quita tiempo. Al anochecer sale con su maestro y se encaminan al café de Zaragoza, en la plaza de Antón Martín. Allí don Manuel invita a cenar a Blasco -único pago que recibe por su labor-. El ambiente del café es pintoresco: mujeres de las llamadas "chulas de mantón", toreros, obreros que hablan de política. De regreso a la casa del anciano escritor -y tras alguna parada en las típicas tabernas madrileñas- éste dictaba a su secretario hasta que le rendía la fatiga; entonces Blasco continuaba la redacción de las obras, que generalmente gustaba mucho a don Manuel. De esta colaboración nacerían folletines como El mocito de la fuentecilla, que, según Pitollet, podría ser un esbozo de su futura novela Sangre y arena», Concepción Iglesias, Blasco Ibáñez. Un novelista para el mundo, Madrid, Silex, 1985, pp. 24-25. Juan Luis Alborg, Historia de la literatura española. Realismo y Naturalismo. La novela. A. Palacio Valdés. V. Blasco Ibáñez, Madrid, Gredos, 1999, p. 456, señala que fueron dos meses los que vivió Blasco Ibáñez la bohemia madrileña y que durante esa época colaboró con Fernández y González.


 

26
Con cierta frecuencia, Fernández y González tiende a situar la acción con exactitud en un espacio y un tiempo cronológico concreto, como ocurre en estas novelas de José María y en otras pretendidamente históricas. He aquí algunos ejemplos: «En la mañana del día 23 de octubre de 1825, el tío Macandito se ocupaba en picar un cigarro de tabaco negro, gratamente sentado al sol, que hacía media hora acababa de salir, mientras no lejos de él, su nieta, la Rubia del Valle, acechaba [sic, por ahechaba] gallardamente el trigo», El Rey de Sierra Morena. I. El famoso José María, Barcelona, Felipe González Rojas, editor, 1942, p. 5; «Era el amanecer del día 6 de febrero de 1818. En una estrecha calleja de un arrabal de la ciudad de Montilla, se abrió la puerta de una casita humilde que se apoyaba en el muro de una pequeña iglesia o ermita, en cuya torre, una campana tocaba a misa del alba», José María «El Tempranillo». I. El jefe de la cuadrilla, Barcelona, Felipe González Rojas, editor, 1942, p. 5; «El día 2 de Noviembre de 1858 el autor recibió el encargo imprevisto de escribir una novela. Todo el mundo sabe que el 2 de Noviembre es el día de la Conmemoración de los fieles difuntos, según lo reza el Almanaque», Luisa o el ángel de la redención, Madrid, Miguel Prats editor, 1866, tomo I, p. 1 (esta novela no tiene pretensiones de historicidad, salvo en lo que se refiere al hecho de que se le encargó una novela con la fecha indicada); «Acaban de sonar las diez de la noche. Es el 15 de enero de 1766. Dos jinetes al galope han salido por la puerta de Segovia de la villa y corte de Madrid, atraviesan la Tela y el puente y toman la ribera de Manzanares, por un sendero entre espesa alameda», El Motín de Esquilache, Madrid, Tesoro, 1950, p. 5; «Eran las primeras horas de la noche del día 4 de agosto de 1578. Los muecines del ejército de Sidi Ahtmed, rey de Marruecos, y los de la mezquita de la pequeña población y castillo de Alcazarquivir, hacía ya mucho tiempo que habían anunciado a los moros la hora de la oración de la noche», El pastelero de Madrigal, Barcelona, Los amigos de la historia, 1972, p. 5; «El día de la Asunción, 15 de agosto del año de gracia de 1947 [sic, por 1497], quinto del pontificado de Alejandro VI, el pueblo de Roma se divertía cumplidamente. El Corso [¿sic, por Coso?], durante el día, y hasta las primeras horas de la noche, había estado literalmente lleno de máscaras, que habían apurado todos los disfraces y todas las extravagancias», Lucrecia Borgia, Madrid, Tebas, 1975, p. 7; «El día 7 de mayo de 1358, a la caída de la tarde, de entre el revuelto laberinto de callejas del barrio de San Bernardo de Sevilla, salió un peregrino con muceta de buriel, sombrero anchísimo de fieltro, sandalias de cuero y un largo bordón en la mano, que más le servía de distintivo que de apoyo, puesto que parecía robusto y marchaba de una manera desembarazada y rápida», Madrid, Tebas, 1975, p. 7; «Corría el año de gracia de 1035. Era una hermosísima alborada de primavera. Las márgenes de Arlanzón empezaban a vestirse sus verdes galas y los matices de las flores aparecían acá y allá sobre la fresca alfombra del césped, que se extendía debajo de los árboles», Madrid, Tebas, 1975, p. 7; «Era la puesta del sol de un hermoso día de agosto del año 1705. El pequeño pueblo de Taracena, situado a tres cuartos de legua de Guadalajara, sobre el camino de Francia, estaba animadísimo», La princesa de los Ursinos, Madrid, Tebas, 1979, p. 7, etc.


 

27
Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas, 1840-1900, op. cit., p. 143.


 

28
«La novela folletinesca de Fernández y González y de toda su hueste sólo es obra literaria de puro pasatiempo, no es obra de puro arte. Su intento es despertar y satisfacer la curiosidad. Es la novela de caballerías del siglo XIX», apud Julio Cejador y Frauca, Historia de la lengua y literatura castellana, op. cit., tomo VII, p. 397.


 

29
Manuel Machado, La guerra literaria, ed. María Pilar Celma Valero y Francisco J. Blasco Pascual, Madrid, Narcea, 1981, p. 142.

30
La asociación la refiere, en su poco aprovechable biografía, Florentino Hernández Girbal, Una vida pintoresca. Manuel Fernández y González. Biografía novelesca, Madrid, Biblioteca Atlántico, 1931, p. 235: «M. F. G. Las mismas [iniciales] que Manuel del Palacio tradujo humorísticamente: Mentiras Fabrico Grandes». Este libro, anecdótico y con escasos datos fiables, no hace referencia a las novelas sobre José María el Tempranillo, aunque lleva una cita inicial que nos da idea del carácter romántico y trabajador del escritor sevillano, en la que indica: «He pasado mi vida trabajando, en perdurable inquietud, sin posibilidad de reposo, porque es mi condición la del aventurero que hasta cuando duerme riñe batallas. Y cuando muera, si Dios me lo concede, andará mi alma vagando por los lugares que mi persona o mi fantasía visitaron», ibid., p. 11.


 

31
Manuel Machado, La guerra literaria, op. cit., p. 140.


 

32
Cfr. Manuel Fernández y González, Historia de un hombre contada por su esqueleto, Sevilla, Editoriales Andaluzas Unidas, 1985, Col. Biblioteca de la Cultura Andaluza, núm. 36, prólogo de Miguel A. Yáñez Polo.


 

33
Antonio Gala, «El Tempranillo», Paisaje andaluz con figuras, Granada, Editorial Andaluzas Unidas, 1984, tomo 2, pp. 83-107; las referencias a página en el cuerpo del texto.




Apéndice
José María el Tempranillo y el bandolerismo andaluz en el Viaje por España (1874), de Charles Davillier.

El camino de Barcelona a Valencia era antaño uno de los de peor fama, a causa del bandolerismo. Al menos en la época en que todavía existían bandidos, pues en nuestros días son tan raros como los castillos en España, que al menos justifican bien, por su misma ausencia, un refrán muy conocido. Si hemos de creer los relatos de la mayoría de los viajeros, era la Península, no hace más de veinte años, la tierra por excelencia de los salteadores de caminos. Nadie emprendía el viaje a España sin temer alguna aventura, y los que volvían, si no habían sido atacados, estuvieron a punto de serlo, y siquiera podían contar alguna historia de españoles, misteriosamente embozados en su manta, que desaparecían de improviso, o de afiladas hojas que brillaban al claro de luna.

¡Tiempos aquéllos! Las diligencias eran detenidas con regularidad y no se montaba en coche sin tener en cuenta a los bandidos. La profesión, que era lucrativa, se ejercía casi a la luz del día. Cada camino lo explotaba una banda, que lo consideraba como de su propiedad. Se dice incluso que los cosarios (así se llamaba a los recaderos) hacían pactos con los bandidos, quienes, mediante una suma convenida amistosamente, les dejaban de buen grado continuar su camino. Los cosarios, por su parte, hacían pagar a los viajeros, además del precio del billete, una prima de seguros que les garantizaba de todo ataque: se llamaba a esto«viaje compuesto». Si prefería uno emprender el camino arrostrando los riesgos y peligros, el viaje se llamaba «sencillo». Algunas veces, un capitán de bandidos, por cansancio o por desgana, quería retirarse del negocio. Solicitaba entonces el indulto, entregándose. Pero antes tenía buen cuidado de traspasar a otro bandolero su renta y su clientela, como se traspasa un bufete o un empleo después de haber puesto al corriente a su sucesor.

Todas estas historias, más divertidas que verdaderas, se han convertido en legendarias. ¿Qué ha sido de los Siete Niños de Écija, que siempre eran siete, a pesar de las bajas causadas por las balas, y cuyo jefe era tan temido que había sido apodado Veneno? ¿Y de la famosa banda de José María y de la de Esteban el Guapo?

Lo que es completamente cierto es que de los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo, y que hoy, los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles, nombre que se da a un cuerpo de tropas reclutadas entre los mejores individuos del ejército, y encargados de velar por la seguridad de los caminos. Los civiles, cuyos uniformes se parecen a los de nuestros gendarmes, van siempre por parejas. Se les considera mucho en todas partes, a causa de los valiosos servicios que prestan al país.

Gustavó Doré y Charles Davillier, Viaje por España, Madrid, Ediciones Grech, 1988, I, p. 38-40.
José María, un ilustre bandolero, del que ya hemos hablado, era el auténtico modelo de bandido cortés y caballeroso:


Del pobre protector; ladrón sensible,


Fue siempre con el rico inexorable.



José María era de Ronda. Como la mayor parte de los andaluces, tenía apodo. Se le había apodado Tempranillo, porque siempre estaba dispuesto a «bajar» muy de mañana. Se dice que le gustaba distribuir entre los desgraciados lo que había robado a los ricos, y así se hizo muy popular en Andalucía. José María acabó tranquilamente sus días descansando, rodeado de bienestar, como un honrado rentista. Igual que la mayor parte de los bandoleros, tenía su querida, una jembra morena, hija de la Serranía de Ronda. Su querida Rosa, su Rosita e Mayo, como él la llamaba, le decidió a pedir su indulto y se apresuraron a concedérselo de muy buena gana. Sus hazañas han sido celebradas en gran cantidad de romances populares, pero muchas veces se ha reprochado al gobierno el haber transigido con él y su partida:


   Fue tan pobre y mezquino y tan cobarde,


Que transigió con él y su partida.


Al valor español haciendo insulto


Pidió al bandido contener su saña,






Y dióle en pago miserable indulto


Para baldón de la valiente España.



Apenas hay ciudad en España, grande o pequeña, en la que no se encuentren, esos romances populares en los que casi siempre son los bandoleros los que desempeñan el mejor papel, y casi podríamos decir que los niños aprenden a leer en historias de bandidos. Compramos un día en la pequeña ciudad de Carmona, cuya principal industria consiste en imprimir esas pequeñas poesías populares, una canción andaluza titulada El Bandolero:


   Soy el jefe de bandoleros,


Y al frente de mi partida


Nada mi pecho intimida,


Nada me puede arredrar.


Que vengan carabineros.


Que vengan guardias civiles,


Mis trabucos naranjeros


Les harán escarmentar,


Y no querrán más ensayo;


      ¡A caballo,


Trabucazo y a cargar!


Así pues, las historias de bandidos corren por las calles. ¡Qué buen ejemplo para la futura generación el de Diego Corrientes, el bandido generoso, el de Orejita, el de Palillos o el de Francisco Esteban, el Guapo, cuyos grabados en madera nos los muestran por dos cuartos, vestidos con el más hermoso traje andaluz, asaltando a pobres viajeros que imploran su perdón de rodillas con el más lastimero aspecto! O bien esta jácara titulada «Siete hermanos bandoleros», donde se cuenta «la vida, el encarcelamiento y la muerte de siete hermanos bandidos con el detalle de las grandes crueldades, ataques, robos y asesinatos cometidos por Andrés Vázquez y sus seis hermanos, como lo verá el curioso lector». Los miembros de esta agradable familia, que fueron cogidos en una redada, se confesaron culpables de ciento dos asesinatos, sin contar otros pecadillos del mismo género.

Hasta las mujeres tienen un sitio en esta galería del bandolerismo en España: tenemos ante los ojos un papelito amarillo, en cuyo encabezamiento hay una muchacha a caballo, trabuco en mano y sable a la cintura: es la Relación de las atrocidades de Margarita Cisneros, a la que se dio garrote en 1852.

Esta interesante joven comenzó por matar a su marido, con el que se había casado a la fuerza. Después mató a su querido. Era todavía muy joven cuando la detuvieron y se confesó culpable de catorce asesinatos.

Aún no hace mucho tiempo era costumbre, en Andalucía principalmente, que cuando un bandolero temible había sido capturado, se expusiera su cabeza en público. Se metía en una jaula de hierro en lo alto de un poste que se colocaba al borde de algún camino frecuentado, y se dejaba expuesta durante algunos días la cabeza del malvado, como ejemplo saludable. Tal fue la suerte de Paco el Zalao, célebre bandido andaluz que «trabajaba» en los alrededores de Sevilla.

El bandido español ya no existe desde que las guerras civiles han cesado, y la terrible Serranía de Ronda es tan segura hoy como «el bosque de Bondy».

Ibid., I, pp. 342-345.

La Sierra Morena ha sido considerada durante siglos como el refugio más peligroso de los bandidos de toda España. Se les llama burlescamente los ermitaños de la Sierra Morena. «Hay tantos bandoleros juntos -dice Madame D'Aulnoy- que la muerte del que fuese ejecutado pronto se vería vengada. Estos miserables tienen siempre una lista de muertes y acciones malvadas que han cometido y de las cuales se enorgullecen. Y cuando se les emplea, preguntan si han de dar golpes que hagan morir poco a poco o bien un solo golpe que cause la muerte. Son éstas las gentes más perniciosas del Universo. En efecto, si tuviera que decir todos los trágicos acontecimientos que averiguo todos los días, estaríais de acuerdo conmigo en que este país es el teatro de las escenas más terribles del mundo».

Quizá hay un poco de exageración en este relato. Lo que sí es cierto es que desde principios de siglo ya no ocurren las cosas como antes. Los bandidos españoles han cambiado de modos. En lugar de proceder como los antiguos bravi italianos, que ponían su puñal al servicio de las venganzas personales, «trabajan» por su cuenta, bajo la dirección de un jefe, bien robando diligencias o a gentes que viajan en posta, bien atacando los convoyes de plata del gobierno. O también secuestrando a ricos propietarios y dejándoles en libertad sólo cuando han pagado un rescate de acuerdo con sus fortunas, procedimiento que aún se pone en práctica en algunas provincias de Italia meridional.

Ya no hay en España ni una sola partida de bandidos, pero aún se conserva el recuerdo de las hazañas de Palillos y de Orejita en Sierra Morena. La historia de Diego Corrientes (el bandido valeroso) y la del célebre José María (el bandido generoso) son conocidas por todas las gentes del pueblo. José María, de quien se ha hecho entre nosotros hace poco tiempo un héroe de ópera cómica, tenía en ocasiones, si hemos de creer a las leyendas populares, sus momentos de generosidad. Nacido en Estepa, Andalucía, comenzó por ser contrabandista, como la mayor parte de los bandoleros. Como mató a varios carabineros en un encuentro, fue perseguido, se ocultó en los impenetrables bosques de la sierra, y, como dice un poeta andaluz, se convirtió en:


    El ladrón de mayor fama


Y de más grande renombre,


Que hubo en las tierras de España.



He aquí, según el autor de los versos que acaban de leerse, cómo procedía José María en sus buenos días, en el ataque de un correo:

«-¡Silencio! -dijo uno de los hombres-; se oye ruido de cascabeles, es un coche..., se está acercando.
-¡Alto! -exclamó José María, apuntando al cochero-; que baje todo el mundo. Vamos, haz bajar a tus amos. ¿Cuántos son?
-Cuatro: un caballero, dos niños y una joven.
-¡Que bajen! Tú, Reinoso, vigila la portezuela; que se coloque otro delante de los caballos y que otros dos monten la guardia.
El señor Don Cosme (éste es el nombre del viajero) baja y suplica al bandido que perdone a su hija.
-No temáis nada; nadie faltará aquí a la cortesía. ¡Valiente moza! ¡Que Dios os guarde, señorita!
-Capitán -dice uno de los bandidos-, vaya un trozo escogido.
-¿Qué? ¿Se va a rifar a esa joya?
José María impone silencio a su gente y les manda registrar el coche sin hacer daño a nadie. Uno de los bandidos encuentra una bolsa llena, y pregunta al viajero cuánto contiene.
-Cuatro mil duros -responde el desgraciado-; el dote de mi hija, toda mi fortuna.
-No desesperéis, buen viejo -contesta José María-, y vos, señorita, no lloréis más, pues Dios es grande... ¿Estáis contenta con vuestro matrimonio? ¿Vuestro padre no os obliga?
-¡Oh, no señor!
-Entonces, que Dios os bendiga. Sois libres. Si el rey me recibe a indulto, algún día iré a haceros una visita. Vuestra mano, y adiós. ¡Vamos, mayoral, a tu puesto!
Y mientras que las mulas se alejan a galope tendido:
-Vamos, vosotros -dice José María a sus compañeros-; os repartiré cuatro mil duros que tengo de reserva en la Ermita. ¡No hagáis más gestos y a galope, mala partida!»


Varias veces habíamos pasado la Sierra Morena acompañados por la indispensable escolta de soldados. Esta precaución poco tranquilizadora es ahora inútil, después de la institución de los Guardias civiles, que se encuentran con bastante frecuencia por parejas en todas las carreteras principales de España. Así que cuando subíamos a pie la cuesta y le preguntamos bromeando al mayoral si no seríamos atacados, se puso a cantar como respuesta esta copla popular:


No le temo a los ladrones


Si civiles me acompañan;


¡Viva la Guardia civil!,


Porque es la gloria de España.



Bien es verdad que divisamos algunas de esas pequeñas cruces que se izan a menudo en el lugar donde un hombre ha perdido la vida, sea a consecuencia de un atraco, sea por accidente. Pero hay que decir que estas cruces son cada vez más raras. Un viajero del siglo pasado, el Marqués de Langle, se había extrañado de la frecuencia de estas cruces en las montañas que atravesábamos, y era de la opinión que en el lugar donde se había cometido un crimen hubiera sido mejor levantar un patíbulo. «Es menos interesante -añade- para los viajeros y otros interesados el perpetuar el recuerdo de un asesinato que el recordar la idea del castigo».

Ibid., II, pp. 51-53.


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